HISTORIA DEL CONGO
En estas muchas líneas quiero dejar una pincelada de
la historia de este país. Después de haber leído bastante sobre el tema, he
creído que Javier Reverte, en su libro “Vagabundo en África” realiza una
síntesis bastante buena de lo que ha dado de sí la acidentada historia de la RD
del Congo. Es por esto por lo que la mayoría de esta página está sacada de
fragmentos de dicho libro.
La historia del Congo, ese inmenso y riquísimo país de
África, es una crónica de desdichas sin cuento. Hay países que parecen haber
sido maldecidos por un dios maligno, y el Congo es uno de ellos, quizás el caso
más grave. Dueño de imponentes recursos agrícolas y madereros, cuenta además
con inmensos yacimientos de oro, plata, diamantes, carbón, petróleo, gas
natural, estaño, uranio, cobre y cobalto. Y pese a ello, es un infierno: su
deuda exterior supera los siete billones de dólares, el 80 por ciento de la
población carece de empleo retribuido, el poder adquisitivo de sus setenta
millones de habitantes cae cada año un 4 por ciento con respecto al anterior
desde los días de la independencia, la esperanza media de vida es de cincuenta
y un años, y un tercio de los niños que nacen en el país muere antes de haber
cumplido los cinco años. El Hambre, la Guerra, la Peste del sida forman, junto
al índice de mortalidad, un paisaje apocalíptico en la vida cotidiana de los
congoleños.
Tal desastre se lo deben, en gran medida, al hombre
que gobernó el país como un tirano durante treinta y dos años: el mariscal
Mobutu, creador de un sistema original de poder, la «cleptocracia», el
gobierno de los ladrones. Él mismo, en cierta ocasión, aconsejó a su pueblo en
un acto público: «Si robáis, hacedlo poco a poco». Fue famoso también un discurso
suyo en Kisangani, cuando dijo: «Sé que las cosas van mal para todos vosotros.
Por eso, creo que convendría añadir un artículo nuevo a la Constitución, el
artículo quince: arregláoslas como podáis». Y los congoleños se las arreglan
como pueden: el suyo es un país donde robar es un hábito, una forma de cultura
y de vida, desde los más altos escalones de la sociedad hasta los más humildes.
Quien no roba es que es tonto. Y los tontos mueren pronto en el Congo.
LA CARRERA DEL CONGO
La «carrera del Congo» comenzó en el verano de 1879.
De un lado, Stanley, que contratado por el rey Leopoldo II de Bélgica alcanzó
la desembocadura del río en agosto y comenzó a subir desde Matadi a pie, por
la orilla norte, para establecer tratados con todos los jefes locales que rodeaban
el Stanley Pool y lograr para su real patrón la explotación de aquellos ricos
e inmensos territorios. Era su segundo viaje por aquellas regiones, tras su
épica expedición de 1874-77, en la que cruzó África de costa a costa,
circunnavegó los lagos Victoria y Tanganica, ascendió el río Congo desde las
cercanías de Zambia, sorteó sus cataratas, lo navegó río abajo desde la actual
Kisangani hasta Kinshasa y bautizó con su nombre, como Stanley Pool, la gran
laguna que se abre entre las dos capitales de los dos Congos, antes de llegar
al mar en la desembocadura del río. Fue un viaje de mil días que contó en su
estupendo libro A través del oscuro continente, un best seller en aquellos
años tanto en Inglaterra como en Estados Unidos.
Ahora, en su ascensión del río, Stanley iba abriendo a
golpes de dinamita la ruta para el tendido del futuro ferrocarril. Era una
marcha lenta y difícil, pero el rey Leopoldo había puesto a su disposición
todos los hombres y el material que el explorador había exigido. Nada ni nadie
parecían capaces de oponerse a su determinación.
Brazza, por su parte, había tenido serios problemas
para financiar su expedición y salió de Francia en diciembre del 79, con mucho
retraso con respecto a Stanley y con bastantes menos hombres y armas que su
rival. Pretendía llegar a la desembocadura del río Ogowé, en el sur del actual
Gabón, navegarlo hacia el interior y cruzar hasta el río Alima, que va a morir
en el curso del Alto Congo. Brazza había explorado unos años antes la ruta
hasta el Alima y dejado estaciones en el camino. Desde el Alima, al sudoeste
de la actual Mbandaka, iría asegurándose acuerdos con los jefes locales hasta
alcanzar las orillas septentrionales de Stanley Pool. Brazza, por otro lado,
contaba con un menor respaldo político que Stanley, ya que el gobierno francés
no parecía demasiado interesado en añadir nuevos territorios a su dilatado
imperio colonial. Y tenía prisa.
Ligero de material y con pocos hombres en su
expedición, logró viajar más rápido que su adversario y recuperar la ventaja
que le sacaba Stanley, que había salido de Europa casi cuatro meses antes que
él. Remontó el río Ogowé, se internó en las selvas, alcanzó el río Alima y, en
agosto de 1880, llegaba a las orillas del gran curso del Congo, unos quinientos
kilómetros al norte de Stanley Pool. Entretanto, su rival ascendía lentamente
el río desde Matadi, dale que te pego a la dinamita.
Brazza permaneció durante dos meses en el Alto Congo.
Era un negociador paciente, quería convencer antes que vencer, y no desdeñaba
echar mano de algunas tretas cuando venían al caso. En lugar de cañones ligeros
y fusiles, un material indispensable para Stanley en sus expediciones, Brazza
llevaba fuegos de artificio, que dejaban pasmados a los jefes nativos. Con
paciencia, fuegos artificiales y unos cuantos trucos, logró convencer al jefe
Makoko, que dominaba una larga franja de los territorios del norte del río
Congo, para que firmara un tratado con Francia. Y cuando tuvo el documento en
su poder, en el mes de septiembre, envió a uno de sus hombres de regreso a
París con el tratado, antes de que Stanley lograra firmar los suyos.
Luego, descendió sin prisas el río, plantó la bandera
francesa en el actual Brazzaville, en la orilla norte de Stanley Pool, dejó a
un sargento senegalés a cargo del puesto y continuó río abajo. El 7 de
noviembre de 1880, no muy lejos de Matadi, alcanzó el campamento de Stanley,
que seguía allá abajo empeñado en romper piedras para abrirle una línea ferroviaria
a Leopoldo II.
Stanley relata el encuentro: «El caballero es alto, de
cutis muy moreno y parece sumamente fatigado. Le doy la bienvenida y lo invito
al interior de la tienda, se prepara un déjeuner para él y se le invita. Yo
hablo un francés abominable, y su inglés no es el mejor, pero a pesar de todo
intentamos entendernos».
Brazza no dijo nada a Stanley sobre los tratados que
había firmado con el jefe Makoko. Y cuando se despidió, dos días después,
siguiendo camino hacia la desembocadura del río, ideó un truco para entretener
al vanidoso Stanley: señalando un enorme montañón que había frente al camino
que iba abriendo Bula Matari con su dinamita, dijo: «Necesitará seis meses para
romper esa montaña». Stanley recogió el reto: «No necesito tanto tiempo»,
respondió.
Se despidieron. Y mientras Brazza corría cual alma que
lleva el diablo para convencer al gobierno de París de que ratificase el
tratado firmado con el jefe Makoko, Bula Matari gastó siete semanas barrenando
aquella montaña para demostrarse a sí mismo que era un dios invencible. Los
aristócratas han sabido siempre, por la cosa de la cuna, cómo pillarle la tecla
del orgullo a los advenedizos.
De regreso a Europa, Stanley y Brazza se encontraron
de nuevo como rivales, esta vez sobre el terreno diplomático. Stanley intentó
por todos los medios convencer a la opinión pública y a los gobiernos europeos
de que Brazza había engañado al jefe Makoko y que sus tratados no tenían validez.
Brazza, por su parte, trataba de empujar a las autoridades políticas francesas
para que ratificasen los acuerdos firmados por él. Sin embargo, el gobierno de
París, por la mencionada falta de interés en los nuevos territorios, le daba
largas y Stanley llevaba todas las de ganar.
Pero Brazza no era un hombre fácil de vencer.
Aprovechando la gran popularidad que le habían dado sus expediciones africanas,
llevó a cabo una verdadera campaña de prensa reivindicando un Congo francés y
preparó un golpe de efecto. Enterado de que se organizaba un gran banquete en
París en honor de Stanley, al que asistirían notables personalidades
norteamericanas, y que sin duda tendría una gran resonancia en la prensa
europea y americana, Brazza preparó un discurso en inglés, lo aprendió de
memoria, ensayó durante varios días ante el espejo, mejoró su acento y se
presentó de improviso en el banquete, la noche del 20 de octubre de 1882, justo
cuando Stanley acababa de terminar su virulento parlamento en el que
desacreditaba al explorador italofrancés y le acusaba de «haber llevado una
diplomacia inmoral a un continente virgen». Brazza fue invitado a hablar, y en
lugar de atacar a Stanley, exaltó el papel de los países europeos en la tarea
de desarrollar África. Su discurso terminó así: «Caballeros, soy un oficial
naval francés que quiere brindar por la civilización de África mediante un
simultáneo esfuerzo de todas las naciones, cada una bajo su propia bandera».
La prensa francesa publicó entusiasmadas crónicas
sobre la victoria de su hombre en el debate con el famoso explorador
angloamericano. Y tan sólo dos meses después, el Parlamento galo votaba la
ratificación del tratado firmado por Brazza con el jefe Makoko, al tiempo que
aprobaba un generoso presupuesto para una nueva expedición de Brazza al Congo.
Los dos rivales regresaron al Congo a establecer
nuevas estaciones en las dos orillas del rio y poner en pie sendas
Administraciones coloniales. En 1885, la Conferencia de Berlín, que dibujó el reparto de
África entre las potencias europeas, reconoció las fronteras de los dos Congos.
Francia tomó posesión oficial de la orilla norte del río hasta la confluencia
con el Ubangui, en tanto que el resto del territorio, una vasta región cubierta
de selvas, tomaba el nombre de Estado Libre del Congo, una manera pomposa de
llamar a lo que en realidad iba a ser, durante veintitrés años, un territorio
destinado a cubrir el ansia de riqueza del rey Leopoldo II de Bélgica.
Brazza fue nombrado gobernador de la nueva colonia,
cuya capital tomó el nombre de Brazzaville, y el gobierno le condecoró con la Legión de Honor. Murió el
14 de septiembre de 1905, en Dakar, atacado de malaria cuando regresaba en
barco hacia Francia desde Gabón, adonde había viajado para investigar unos
crímenes cometidos por las autoridades coloniales. En cuanto a Stanley, regresó
a Europa en 1885, y en 1887 organizó una nueva e imponente expedición, la
última de su vida, para rescatar a Emin Pasha, un funcionario al servicio del
gobierno británico perdido en las selvas del nordeste del Congo. Murió en
Londres, cargado de honores, el 9 de mayo de 1905. Sus últimas palabras, según
relató su mujer, fueron: «¡Quiero ser libre! ¡Quiero ir a los bosques! ¡Ser
libre!».
LEOPOLD II
El Congo conquistado por Stanley pasó a formar parte del
patrimonio personal de Leopoldo II y el Parlamento belga aceptó la coronación
de su rey como soberano del Estado Libre. Luego, se desentendió del asunto y el
monarca comenzó a ejercer su autoridad sobre los nuevos territorios sin control
parlamentario de ninguna clase. Formó una Administración general en Bruselas,
con tres departamentos: finanzas, asuntos exteriores e interior. Creó una
sociedad para la explotación de las riquezas del rio, una policía para
controlar a los nativos y comenzó a enviar agentes comerciales encargados de
conseguir el marfil y organizar la producción del caucho.
Leopoldo tenía prisa por recoger los beneficios de su
finca. Poner en marcha una nueva colonia suponía un enorme gasto antes de que
comenzara a ser rentable. Y el bolsillo real empezó a resentirse. De modo que
Leopoldo urgió a sus empleados a que utilizaran la mano de obra nativa, en las
condiciones que fueran, para hacer productiva cuanto antes la colonia. Y en
consecuencia se establecieron una serie de normas de una inhumanidad inédita
hasta entonces en África: los antiguos esclavistas árabes fueron contratados
como capataces, se obligó a todos los habitantes varones del Estado Libre a
trabajar sin salario por un período obligatorio de siete años, se prohibió el
comercio entre nativos si no era a través de los agentes de la Administración
colonial, se establecieron cupo¿ obligados en la producción de caucho para
cada pueblo y distrito, y lo mismo se hizo con el marfil en las regiones donde
había elefantes. La mayoría de los congoleños obligados a trabajos forzados, lo
hacían encadenados como esclavos. Cuando no producían la cantidad establecida
por las autoridades, los policías debían matarles y cortarles las manos para
llevarlas luego al comisario, de modo que éste pudiera contarlas y comprobar
que sus hombres no habían desperdiciado o robado munición. En muchas aldeas,
las cabezas cortadas de los trabajadores no rentables se clavaban en estacas y
permanecían allí hasta que se pudrían como advertencia para los vivos. En las
más apartadas regiones, los administradores del rey reclutaron tropas entre las
tribus caníbales, y puede imaginarse qué es lo que hacían esas tropas con los
trabajadores poco productivos.
Las gentes huyeron masivamente de los territorios del
Estado Libre. Se calcula que, al tomar Leopoldo posesión del Congo, lo
habitaban unos veinte millones de personas. Cuando el gobierno belga, en 1908,
se hizo cargo de la colonia, ante el escándalo mundial que desataron las denuncias
de periodistas, misioneros y algunos funcionarios británicos, quedaban en el
Congo menos de ocho millones de habitantes nativos. En lengua lingala,
Leopoldo II quedó para siempre bautizado como Panga Ngunda, que significa «el
destructor de la tierra».
Roger Casement, un irlandés que trabajaba en Matadi, y
E. D. Morel, un periodista inglés de ideas socialistas, publicaron dos
estremecedores informes relatando con detalle las atrocidades del Congo en los
años de final del siglo. En toda Europa surgieron asociaciones de defensa de los
derechos de los nativos y de condena al rey Leopoldo. El Parlamento británico
se hizo eco de las protestas. Y toda la prensa europea se volcó en la denuncia
de la Administración
colonial impuesta en el Congo por el monarca belga. Casement, el gran flagelador
de Leopoldo, fue una figura idealista y trágica. Partidario irreductible de
una Irlanda libre y funcionario durante varios años en África a las órdenes
del gobierno de Londres, se sumó al alzamiento de los nacionalistas irlandeses
y, en 1916, en plena Gran Guerra, viajó a Berlín para conseguir ayuda militar
para su causa. Fue detenido por los ingleses a su regreso, juzgado por alta
traición y ahorcado.
MOBUTU
El gran tirano nació en 1930 en una remota aldea de la
selva y fue bautizado como Joseph Desiré Mobutu. Más tarde, cuando alcanzó el
poder supremo del país, cambió su nombre y se hizo llamar Mobutu Sese Seko Kuku
wa za Banga, cuya traducción es más o menos el todopoderoso guerrero que,
gracias a su firme voluntad de victoria, marcha de conquista en conquista
dejando el fuego a sus espaldas. Fue ciertamente todopoderoso hasta la
primavera del 97, y a fe que dejó detrás de él un país abrasado.
Mobutu nació muy pobre y quedó huérfano de padre a los
ocho años. Su madre consiguió que fuera educado en una misión católica, y allí
aprendió a hablar y escribir un excelente francés. Pero era un muchacho
violento y con una excesiva disposición al robo, por lo que fue expulsado muy
pronto de la misión, yendo a parar a la cárcel, en donde pasó seis meses antes
de ser enrolado en el ejército colonial, como castigo, por un período de siete
años. El castigo, sin embargo, se convirtió en un premio: en poco tiempo
alcanzaba el rango de sargento mayor, el máximo que podían conseguir los
soldados nativos en el ejército belga.
A finales de los años cincuenta, Mobutu cambió de
oficio y se hizo periodista. Viajó a Bélgica, y durante su estancia en la
metrópoli colonial, se relacionó con los movimientos independentistas
congoleños. También en Bruselas, en 1959, conoció a Lawrence Devlin, un alto
cargo de la CÍA norteamericana. A su regreso al Congo, entabló amistad con el
carismático líder Patricio Lumumba.
Tras la independencia, en 1960, con Lumumba convertido
en primer ministro, Mobutu ingresó en el ejército de la nueva república y
pronto fue nombrado jefe del Estado Mayor. El país entró en un período de caos
político y Lumumba comenzó a acercarse a Moscú. Los timbres de alarma sonaron
en Washington. Lawrence Devlin, destinado ahora en Kinshasa y en estrecho
contacto con Mobutu, alertó del peligro de que se produjera una nueva Cuba en
uno de los países más ricos de África. Había que eliminar a Lumumba y
entronizar a Mobutu. Y Lumumba fue asesinado en enero de 1961, en
circunstancias que siguen siendo un secreto de Estado.
Continuó el caos, la región de Katanga se declaró
independiente, estalló luego la guerra civil en el oriente del país, cientos
de blancos fueron asesinados por los guerreros simba o mai-mai, llegaron los
mercenarios de Mike Hoare y Bob Dénart, el Congo ardió y, al fin, en 1965,
Mobutu alcanzó el poder. Europa Occidental y Estados Unidos respiraron aliviados:
el gigante africano se había librado del peligro comunista. Y Mobutu comenzó a
construir su Congo y a abrir cuentas corrientes personales en los bancos
suizos.
Una vez en el poder, supo moverse con astucia.
Rehabilitó la memoria de Lumumba, en cuyo asesinato había participado, y lo
convirtió en héroe nacional, al tiempo que utilizaba una fachada de ideas
socialistas para levantar su Estado. El modelo de partido único le venía que ni
pintado, así que nominó el suyo como MPR (Movimiento Popular de la
Revolución), que pronto fue rebautizado por los congoleños como Morir Para
Nada. El MPR se convirtió en «la expresión de la nación políticamente organizada»
y todo ciudadano del país, desde el momento de nacer, era ya miembro del
partido. Mobutu utilizó, para asegurar su poder, una fórmula simple: garante de
los intereses del capitalismo europeo y bastión del anticomunismo en el
exterior, aplicó en el interior las tradicionales recetas del poder
totalitario, entre ellas el culto a la personalidad y el encuadramiento y
vigilancia de la población. Fuera del MPR, ninguna opción política existía;
lejos del Guía Supremo, no había otra verdad.
Millones de congoleños vistieron camisolas con la
efigie del gran líder en el pecho y la espalda, su fotografía con gorro de
piel de leopardo pasó a presidir los despachos de todas las oficinas públicas y
privadas y el comedor de miles de hogares, los medios de comunicación le nombraban
Padre de la Patria e, incluso, Mesías, y su madre, Mama Yerno, fue comparada
con la Virgen María. Un anuncio de la televisión le mostraba descendiendo como
un dios entre las nubes. El periodista norteamericano Blaine Harden recoge en su
libro África: crónicas de un frágil continente las siguientes palabras de un
ministro de Mobutu en los años setenta: «En todas las religiones y en todos los
tiempos, hay profetas. ¿Por qué no hoy? Dios ha enviado un gran profeta,
nuestro prestigioso Guía Mobutu. Este profeta es nuestro liberador y nuestro
Mesías. Nuestra iglesia es el MPR. Su jefe es Mobutu y debemos respetarle como
se respeta al Papa. Nuestro evangelio es el mobutismo. Es por ello que los
crucifijos deben ser reemplazados por la imagen de nuestro Mesías. Y a su lado
deberá ser colocada su gloriosa madre, Mama Yerno, que dio a luz tan gran
hijo».
Como todos los tiranos, Mobutu era buen amigo de la
demagogia, y así decidió rematar la faena con su propia revolución cultural, la
zairización, que emprendió en el año 1974. Alimentando los rencores anticoloniales,
se presentó ante su pueblo como campeón indiscutible de la africanización. El
Congo pasó a denominarse Zaire. También el río se convirtió en Zaire y el mismo
nombre se le dio a la moneda. Leopoldville, la capital, se transformó en
Kinshasa, Stanleyville en Kisangani y Coquilhatville en Mbandaka. El lago
Eduardo, fronterizo con Uganda, quedó como Mobutu Sese Seko, mientras que otro
lago de la frontera, el Alberto, se rebautizó como su colega Idi Amín Dada, que
emprendía en Uganda su propia africanización. Los nombres cristianos fueron
reemplazados por nombres tradicionales, pese a las protestas de la Iglesia
católica. Se trataba de emprender la «descolonización mental» en nombre de la
«autenticidad», y así, los trajes europeos fueron sustituidos por una versión
local de la vestimenta de Mao Tsetung, los abacots, mandilones con dibujos de
luminosos colores. En las comidas oficiales se impusieron los platos
tradicionales, no importaba si tenían menor poder alimenticio. Y donde no se
encontraba tradición a la que remitirse, Mobutu y sus consejeros inventaban la
«autenticidad». La fiebre anticolonial y el regreso a los orígenes encendían el
ánimo patriótico de los congoleños, en tanto que Mobutu era el escudo protector
en África Central de los intereses de las antiguas colonias. Los cuadros
europeos que quedaban en el país fueron sustituidos en los puestos de
responsabilidad por congoleños. En los hospitales, por ejemplo, los enfermeros
pasaron por decreto a ejercer de médicos, y es famosa la tétrica historia de
uno de los nuevos galenos que, preparado para operar a un paciente, le aplicó
como anestesia el contenido de una bombona de butano. Consiguió, por supuesto,
su objetivo de dormirle, aunque fuera para siempre.
Aquel período de zairización hizo muy popular a Mobutu
entre los suyos, lo que le sirvió para liquidar por completo cualquier intento
de oposición interior. Blaine Harden definió así al Mobutu de aquellos años:
«Una mezcla carismática de George Washington, Martin Luther King y Al Capone».
Mobutu, por su parte, se veía a sí mismo de otra manera: «Yo no estoy en deuda
con mi pueblo, es mi pueblo quien está en deuda conmigo», declaró.
Entre la barbarie y la payasada, la corrupción se
convirtió en norma y Mobutu se transformó en pocos años en uno de los hombres
más ricos del mundo. Los beneficios de las minas del país iban a parar derechos
a sus cuentas de Suiza, lo mismo que los cientos de millones de dólares que
llegaban cada año desde Occidente para la ayuda al desarrollo del país.
Todo orden social, cualquier estructura económica, u
organismo de Estado, se desmoronaron. Las carreteras fueron cegadas por la
selva, quedaron abandonadas la mayoría de las líneas de ferrocarril, Air Congo
se convirtió en un puñado de aviones destinados al servicio personal del gran
Guía, se desguazaron por falta de cuidados la mayoría de los barcos que
navegaban el río Congo y las minas bajaron su producción en casi un 80 por
ciento. Dejaron de pagarse los salarios a los funcionarios y a los soldados.
Los profesores universitarios vendían los títulos y los bedeles cobraban por
dejar copiar en los exámenes, con lo que el Congo de hoy está lleno de legiones
de titulados que no saben una sola palabra de su profesión. Cuando, por dos
veces, ya en los años noventa, los soldados amenazaron con amotinarse si no
cobraban sus sueldos, Mobutu les animó a echarse a las calles y dedicarse al
pillaje, y las grandes ciudades fueron saqueadas y el país se descapitalizó aún
más. De esa forma, la mentalidad del soldado congoleño sigue siendo la de un
ejército de ocupación en busca de botín. Robando y animando a todos a «robar
poco a poco», el Verbo ladrón del Mesías se hizo carne de golfo en el Congo. Y
así, el país más rico de África era en 1997 el quinto país más pobre de la
Tierra, con una renta per cápita anual que no superaba los 150 dólares.
Sostenido por Estados Unidos, Francia y Bélgica,
Mobutu y más tarde el mobutismo se hubieran perpetuado largos años en la
historia sobre las miserias de su pueblo. Pero la guerra de Ruanda de 1994
despertó el interés norteamericano por la región. Y pasados los años de la
guerra fría, liquidado el comunismo, Mobutu ya no era bastión contra nadie. De
modo que sobraba. Cuando los tutsis del oriente del Congo, los banyamulengues,
se rebelaron contra Mobutu, encontraron enseguida el respaldo de Uganda y
Ruanda, fíeles aliados de Washington, y emprendieron el camino hacia Kinshasa
en octubre del 96, conquistándola en mayo del 97. Iban guiados por un nuevo,
misterioso y apenas conocido líder: Laurent Kabila, antiguo comunista e
histórico colaborador del Che Guevara. La tortilla se daba la vuelta y la CÍA
echaba mano de sus viejos enemigos para derrotar a sus viejos amigos. La guerra
duró apenas unos meses, y el poder omnímodo del Guía se derrumbó como un
castillo de naipes.
Eran días inciertos en el Congo los del verano del 97.
Durante la guerra de Ruanda de 1994, Mobutu y los caciques del oriente del
Zaire habían apoyado la causa de los genocidas hutus. Cuando los tutsis los
derrotaron en julio de aquel año, más de un millón de refugiados cruzaron la
frontera y se instalaron en campamentos en el interior del Zaire. Con ellos
viajaban el ejército hutu y las terribles milicias Interahamwe. Como ha escrito
Ryszard Kapuscinski, «era un ejército derrotado, pero no liquidado». Y que
estallara una nueva guerra era tan sólo cuestión de tiempo.
Un país como el Congo, donde conviven doscientas
etnias, es y ha sido siempre una olla a presión a punto de reventar. En el
oriente del Congo vivían miles de banyamulengues, una etnia de sangre tutsi a
la que los caciques locales y el propio Mobutu negaban los derechos de
ciudadanía zaire-ña. Cuando el derrotado ejército hutu entró en Zaire en el verano
del 94, los caciques zaireños vieron la ocasión de expulsar a los
banyamulengues y ampliar su poder, llevando la guerra de nuevo a los
territorios de Ruanda. No contaban con que, enfrente de ellos, tenían dos
ejércitos pequeños pero muy profesionalizados: el de Ruanda y el de Uganda. Los
banyamulengues se alzaron en armas contra las autoridades del Zaire y pronto
encontraron el respaldo de ruandeses y ugandeses. Los tutsis de Ruanda tenían
ahora el pretexto para cruzar la frontera y exterminar a los contingentes
militares hutus y a los genocidas Interahamwe. Y la CÍA contemplaba el conflicto
como una buena ocasión para extender la influencia americana en una rica región
del mundo.
En las selvas del sudeste, un hombre orondo, sonriente
y extraño venía resistiendo al mobutismo desde décadas atrás. Se llamaba
Laurent Kabila, un antiguo comunista discípulo de Lumumba, miembro de la etnia
luba, que había tratado con el Che Guevara durante la estancia del legendario
guerrillero cubano en el Congo. Kabila tenía excelentes relaciones con los
tutsis, los tanzanos y los ugandeses, todos ellos interesados en el
derrocamiento de Mobutu. Y Kabila fue escogido para encabezar la rebelión, al
mando de un ejército singular integrado por tropas ruandesas, algunos regimientos
ugandeses y rebeldes banyamulengues, a los que pronto se unieron guerreros
mai-mai y contingentes de soldados angoleños. No era la de Kabila una fuerza
militar congoleña, sino una suma de intereses en ocasiones mercenarios. Kabila
era más bien un hombre de paja colocado en el pináculo del poder militar
rebelde por gente más poderosa que él en la región de los Grandes Lagos, y con
la sonrisa cómplice de Washington en la trastienda.
Frente a ellos, Mobutu sólo contaba con los hutus
atrincherados en los campos de refugiados, un ejército propio que no cobraba
desde años atrás y cuyo único entrenamiento militar era el pillaje, y el apoyo
de algunos batallones de rebeldes angoleños. La guerra duró poco más de ocho meses.
La resistencia de las tropas de Kinshasa y sus aliados fue en la práctica
nula. Las ciudades fueron cayendo una tras otra en manos de los rebeldes,
apenas sin lucha, y eso sí: siendo puntualmente saqueadas todas ellas por las
tropas de Mobutu antes de emprender la huida.
Los refugiados hutus regresaron en su mayoría a Ruanda
cuando los campos fueron conquistados por los tutsis. El ejército hutu y los
Interahamwe se perdieron en las selvas del río, huyendo de la venganza tutsi.
En mayo del 97, las tropas de Kabila entraban en Kinshasa sin disparar un tiro.
Todo el mundo celebró la caída del tirano, a excepción de Francia, cuyas
maniobras diplomáticas para detener la guerra y el avance rebelde fueron
desmontadas una tras otra por Washington. Con aire de guerrillero romántico,
Kabila entró en Kinshasa pocos días después de que lo hicieran sus tropas y
prometió el restablecimiento de la democracia y la reconstrucción de la nación,
proclamándose de inmediato presidente y devolviendo el nombre de Congo al país
en lugar de Zaire. Mobutu se exilió a Marruecos y murió pocos meses después,
afectado de cáncer de próstata.
Pero, a finales del verano del 97, ni había fechas
para elecciones libres ni se había dado un paso en la reconstrucción del país.
Kabila perdía crédito entre la población que le aclamó en mayo y todos los
periodistas críticos con el nuevo régimen ingresaban uno tras otro en prisión.
Más de cuarenta mil soldados de Mobutu se hacinaban en las cárceles de
«reeducación», muriendo por centenares cada semana de disentería y diarrea
roja. Otros miles de soldados, huidos al otro Congo, combatían como mercenarios
en los dos bandos de la nueva guerra desatada en la orilla contraria del río.
Sujetos tan sólo al mando de sus propios jefes, los tutsis controlaban la
navegación del Congo, se apoderaban de empresas y vehículos con los derechos
que les daba su condición de ejército victorioso de ocupación, y sobre todo,
rastreaban las selvas cumpliendo sin escrúpulo su venganza contra los restos
del ejército huru y los refugiados que les acompañaban. Kinshasa era un
hervidero de rumores sobre las matanzas de hutus en las selvas del río. Y a las
organizaciones internacionales no les salían las cuentas sobre el número de
refugiados hutus en el Congo, y se ignoraba el paradero de unos doscientos mil.
Kinshasa, entretanto, continuaba siendo el caos que
siempre fue. Con una salvedad: había descendido el índice de delincuencia
ciudadana. Pero no a causa de la energía de las nuevas autoridades, sino porque
los propios congoleños decidieron ocuparse del asunto. Y de una manera pavorosa:
cuando un ladrón era sorprendido robando, las gentes se agrupaban para
detenerle, luego le ataban de pies y manos, le colocaban un neumático viejo
alrededor del cuerpo, lo rociaban de gasolina y le prendían fuego. Las cámaras
de la televisión local recogían a menudo estas ejecuciones con toda suerte de
detalles, moralizando sobre la necesidad de que se acabase de una vez por todas
con el robo.
LA TRAGEDIA RUANDESA
No es necesario extenderse mucho para hablar de la historia
de la tragedia ruandesa. Todos fuimos testigos, sentados en los sillones de
nuestras casas ante la pantalla de televisión, de aquellas terribles matanzas
del 94, de aquel genocidio que, en pocas semanas, provocó la muerte de cerca de
un millón de tutsis y hutus moderados, la mayoría de ellos sacrificados a golpe
de machete por los radicales hutus, las bandas de Interahamwe, que significa
«los que matan juntos».
Pero sí que parece importante dejar una cosa clara.
Como ha dicho ese gran periodista y escritor que es el polaco Ryszard
Kapuscinski, el conflicto que se desató en Ruanda no fue «étnico, racial ni
tribal, y aquellos que definen a hutus y tutsis como dos tribus, dos etnias
enfrentadas, no saben lo que dicen».
Tutsis y hutus llevaban siglos conviviendo, mezclando
sus sangres, sus culturas y sus lenguas hasta haberse convertido en un único
pueblo en el que las diferencias las marcaban tan sólo razones de índole social
y económica. Cuando los belgas se ocuparon de la administración de Ruanda al concluir
la Primera Guerra
Mundial, tras la derrota de Alemania y el fin de su Imperio colonial,
encontraron en el país una sociedad estructurada, organizada como un estado
feudal. Arriba de la pirámide se sentaba el rey, sostenido por una corte de
aristócratas, los abatware, que eran los grandes propietarios de tierras y
vacadas. Nadie les llamaba tutsis o hutus, eran simplemente los ricos.
Fueron los administradores belgas y las jerarquías de la Iglesia católica quienes
decidieron establecer la división. Para gobernar aquellos nuevos territorios,
lo más sencillo era apoyarse en las bases de gobierno que existían antes de su
llegada. De modo que dejaron al rey Musinga en su trono y a los ricos con sus
privilegios. En 1929, las autoridades coloniales decidieron elaborar un censo
y clasificar en dos grupos a la población. El criterio no pudo ser más simple:
en un grupo estarían aquellos que poseían más de diez vacas, y en el segundo
los que tenían menos de ese número. A unos se les llamaría tutsis y a otros hutus.
A los primeros se les daría educación, para crear una prestigiosa élite de
cuadros, la Indatwa ,
sobre la que apoyar el poder de la Administración colonial, y los segundos serían
empleados como mano de obra barata sin derecho ninguno a la educación. Como
resultado de ese censo, un 15 por ciento de los habitantes de Ruanda fueron
denominados tutsis y el resto hutus. La barrera quedó trazada sin remedio:
incluso los hermanos de las mismas familias fueron separados en función del
número de cabezas de ganado que poseían.
Al rey Musinga no le gustó en exceso esta política, y
los belgas, sin pensárselo dos veces, le depusieron del trono en 1930 y
colocaron en su lugar a su hijo Mutara. Dos décadas después, en 1959, el nuevo
soberano se convirtió en el líder del movimiento de independencia de su país,
al tiempo que comenzaba a abolir todas las leyes discriminatorios contra los
hutus y a desmontar el sistema feudal de poder tan del gusto de la metrópoli.
Bruselas tampoco dudó esta vez: un médico belga encargado de vacunar al
monarca, le inyectó veneno en las venas. Y se acabó el problema. Los belgas,
en la época en que eran una potencia colonial en África de primer orden,
superaban en crueldad a todos sus competidores europeos, tanto a alemanes,
como a ingleses y franceses. Fueron el foxterrier del colonialismo: pequeños y
matones.
Durante los años que siguieron al censo de 1929, una
minoría de hutus lograron acceder a la educación, sobre todo en las misiones y
seminarios católicos donde había sacerdotes europeos que no aceptaban la política
de élites de la autoridad eclesiástica. Fueron estos cuadros los que, en 1959,
cuando los tutsis se enfrentaron a los belgas, pasaron a ocupar los puestos de la Administración y la
jerarquía locales. Y fueron estos cuadros, apoyados por Bruselas, los que
crearon más tarde el partido Parmehutu (Partido para la emancipación de los
hutus), cuyo objetivo era desplazar de los puestos de la Administración a
todos los tutsis. Ese objetivo se alimentó en la Iglesia católica de base
como una filosofía de lucha de etnia oprimida contra etnia opresora, y dio
origen a los argumentos que servirían de justificación a los carniceros hutus
del 94.
Con la independencia, la persecución y eliminación
física de los cuadros tutsis se desató en todo el país. Miles de ellos
hubieron de exiliarse en países vecinos, sobre todo en Uganda. Y formaron un
movimiento armado, el Frente Patriótico de Ruanda, cuyo sueño era volver a la
patria y recuperar el poder perdido. Algunos de sus mejores cuadros recibieron
educación militar en Estados Unidos.
En 1985, los tutsis de Uganda se unieron al movimiento
de oposición al presidente Milton Obote, ayudando con las armas a Yoveri
Museveni, cuya madre era tutsi, a ganar la guerra. Su experiencia militar y el
apoyo que ahora tenían en Uganda, les animó a intentar la invasión de Ruanda en
1990 para reconquistar su antiguo poder. Y lo hubieran logrado de no ser por el
respaldo militar que Francia prestó a los hutus, que contaron también con el
beneplácito político de Bélgica. Los tutsis no fueron derrotados, tan sólo
detenidos en su avance; pero el país quedó fracturado en dos, una parte
controlada por el Frente Patriótico tutsi, y la otra por el régimen hutu de
Juvenal Habyarimana, que gobernaba en la capital Kigali. Desde ese instante,
los hutus comenzaron a elaborar listas detalladas con los nombres y domicilios
de los tutsis que deberían ser eliminados cuando se diese la señal para la
gran masacre, ya no sólo de cuadros dirigentes, sino de cualquier tutsi, por
pobre que fuese, que habitara en su territorio. Francia se ocupó de entrenar
los escuadrones de la muerte que se harían tristemente célebres con el nombre
de Interahamwe, los que matan juntos. Entretanto, Estados Unidos, interesados
por primera vez en su historia en las riquezas del continente africano,
alentaba desde la sombra las reivindicaciones tutsis. En diciembre de 1993, un
editorial del periódico radical hutu, el Kangura, proclamaba: «Es el tiempo
del machete, llega la hora de la victoria absoluta».
A finales de ese año y comienzos de 1994, un acuerdo
de paz auspiciado por la ONU ,
parecía todavía posible, y representantes de partidos moderados hutus y los
tutsis del Frente Patriótico se habían reunido en Arusha (Tanzania), logrando
establecer las bases de un posible tratado. Pero los hutus radicales,
organizados y armados, con listas completas de toda la población tutsi que
vivía en territorio bajo control hutu, preparaban la Operación Golondrina :
la liquidación del «enemigo interior». Sólo faltaba un detonante para desatar
la matanza.
Y el detonante sonó el 6 de abril de 1994. Esa mañana,
el presidente Habyarimana tomó su avión, un Mystere Fahon 50, para volar hasta
Dar es Salaam, donde se iba a celebrar una cumbre de jefes de Estado de la región
sobre el conflicto de Burundi. En el vuelo de regreso, cuando el avión
descendía ya hacia el aeropuerto de Kigali, dos misiles alcanzaron al aparato,
que se precipitó envuelto en llamas contra el suelo. No hubo ningún
superviviente. Y aún sigue sin aclararse quién disparó sobre el avión.
Esa misma noche, el coronel Sagatwa, comandante de la Guardia Presidencial
hutu, dio la orden de iniciar la Operación Golondrina.
Pero no fueron bellos e inofensivos pájaros los que salieron a volar sobre las
calles de Kigali y todas las ciudades y aldeas del territorio controlado por
los hutus. Eran bandos de carroñeros, los Interahamwe, que acompañaban a los
soldados mostrándoles las viviendas donde habitaban familias tutsis y
participando con saña en las matanzas. Mientras tanto, la emisora oficial, la Radio de las Mil Colinas,
difundía cantos de guerra hutus y eslóganes convocando al genocidio. Según las
cifras que parecen más ajustadas a la realidad, unos ochocientos mil tutsis y
hutus moderados perecieron a machete en las semanas que siguieron. La
golondrina se transformó en vampiro y se empachó de sangre.
La mañana del 7 de abril de 1994, los gendarmes de la Guardia Presiden cial,
los hombres de las Fuerzas Armadas Ruandesas (FAR) y sobre todo las milicias
Interahamwe, sabían bien qué hacer. Toda Kigali amaneció sembrada de barreras y
controles militares. La máquina exterminadora se puso en marcha y los tutsis no
pudieron huir. En las primeras horas del día fueron asesinados los dirigentes
hutus más moderados, entre ellos el primer ministro y el presidente del
Tribunal Constitucional. La
Radio de las Mil Colinas, «la Radio de la Muerte », ordenaba a los
habitantes de la ciudad que no salieran de sus casas, en tanto que los
Interahamwe y los soldados recorrían los barrios, asesinando y saqueando. Eran
todavía matanzas selectivas, cuadros tutsis y sus familias que estaban en las
listas elaboradas durante los años anteriores. El día 8, eliminados casi todos
los políticos moderados hutus, se formó un gobierno provisional dirigido por
los radicales, con Jean Kambanda como primer ministro y Théodore Sin-dikubwabo
como presidente. Ese mismo día las masacres comenzaron a extenderse a otras
ciudades del país y a las áreas rurales. «Soldados y milicianos —cuenta
Nataribi Kamanzi en su libro Ruanda, del genocidio a la derrota— se desplegaron
como enjambres de abejas, matando y dándose al pillaje.» Decenas de miles de
personas, por todo el país, se refugiaron en iglesias, escuelas y misiones
buscando la protección de los religiosos: no eran sólo tutsis, sino también
hutus aterrados ante el furor de la carnicería.
Las primeras decisiones del gobierno fueron
terminantes: matar a todos los tutsis, a todos sin distinción, y no sólo a los
que figuraban en las listas. Los Interahamwe y los soldados rodearon los
centros religiosos y las escuelas donde se refugiaban las gentes espantadas e
indefensas. Lanzaron un ultimátum: todos los hutus deberían salir en las horas
siguientes y regresar a sus casas; en caso contrario, serían considerados
«cómplices del enemigo interior». Cuando los hutus abandonaron los lugares de
encierro, éstos fueron asaltados con una misma técnica de ataque: lanzamiento
de bombas de mano en el interior, entrada de los soldados con sus fusiles
automáticos para hacer la primera carnicería, y paso libre a las milicias para
completar el trabajo a machete. El fin de semana del 9 y 10 de abril fue uno
de los más sangrientos del genocidio, sobre todo en Kigali y Kibungo.
Una nueva reunión del gobierno el día 11 proclamó la
necesidad de matar, no sólo a todos los tutsis, sino también a cualquier hutu
que no se uniera a la política de exterminio. Había que derrotar al enemigo
interior antes de derrotar en campo abierto al Frente Patriótico Ruandés de los
tutsis (FPR). Esa era la estrategia de la guerra. Las listas se renovaban y se
ampliaban a cada hora, las bandas de asesinos saqueaban las casas, violaban,
mataban y robaban cuanto encontraban de valor.
Ese mismo día 11, Paul Kagame, comandante en jefe del
ejército tutsi del FPR, dio la orden de atacar desde todos los frentes a sus
hombres. Y en la misma tarde, tropas tutsis comenzaron a progresar hacia las
alturas estratégicas del monte Rebero, una de las colinas que dominan Kigali.
El gobierno hutu decidió en la mañana del 12 abandonar Kigali y establecer su
sede en Gitarama, sesenta kilómetros al sur. Desde allí, lanzó nuevas
consignas: que no quede ningún tutsi vivo para poder contar la historia,
exterminación total. La
Operación Golondrina cambió de nombre. Ahora iba a llamarse
Operación Insecticida. En la tarde del día 12 las tropas del FPR conquistaban
la colina de Rebero y sus piezas de artillería podían ya alcanzar objetivos
militares hutus de Kigali.
A finales de abril, cientos de miles de tutsis habían
muerto y cientos de miles de hutus huían en un éxodo masivo de las regiones
conquistadas por el FPR, dejando tras ellas centenares de fosas comunas
repletas de cadáveres tutsis. Los Interahamwe y los soldados de las FAR se
replegaban con las columnas de civiles que huían, utilizándolos como un escudo
protector.
En mayo y junio prosiguió el avance del FPR, en tanto
que los Interahamwe que retrocedían dejaban tras de sí un rastro de desolación
y tragedia. Francia, que había sostenido la causa hutu e, incluso, entrenado
«escuadrones de la muerte», decidió intervenir para evitar la victoria total
del FPR. Y el gobierno de París, con el beneplácito del presidente Mitterrand,
puso en marcha la
Operación Turquesa : bajo la cobertura de una intervención
humanitaria, se trataba de apoyar al ejército hutu para contener primero al
enemigo y luego recuperar las posiciones perdidas y ganar la guerra. Tropas
francesas llegadas desde el Zaire entraron en territorio mandes por el sur y
el oeste, mientras «la Radio
de la Muerte »
hacía sonar una y otra vez «La
Marsellesa ».
Pero era ya tarde. El ejército hutu no existía como
una tropa de combate, estaba sólo entrenado para matar civiles. Además, en una
de las primeras escaramuzas, las tropas del FPR hicieron prisioneros a los
paracaidistas de una patrulla francesa. París decidió cambiar el signo de la Operación Tur quesa,
limitándose a cubrir en su retirada a los restos de las FAR y a los Interahamwe,
que arrastraban con ellos cientos de miles de civiles hutus, aterrados ante la
posibilidad de una implacable venganza tutsi. A comienzos de julio, las tropas
de Paul Kagame entraban en Kigali, capital del dolor en la tragedia ruandesa, y
las últimas riadas de refugiados hutus cruzaban la frontera zaireña con los
restos del ejército genocida.
Ochocientos mil tutsis y hutus moderados habían sido
asesinados en apenas cuatro meses. El horror en los Grandes Lagos de la Sangre se unía a la
vergüenza de Bélgica y de Francia.
Pero la guerra no había
terminado. Poco después, comenzaría un nuevo conflicto en el Zaire de Mobutu,
donde los Interahamwe habían encontrado cobijo, escudados tras los refugiados
hutus escapados de sus tierras. Los tutsis iban a vengarse.
ACTUALIDAD
La actualidad está marcada
por los numerosos grupos armados que se mueven a sus anchas por todo el país.
Cada uno con un objetivo, o no. Hay grupos de guerreros que no saben hacer otra
cosa que guerrear y luchan en un bando o en el contrario según les convenga.
El hijo de Laurent Kabila,
Joseph Kabila es el actual presidente de la República. Elegido por dos veces en
sendas elecciones salpicadas por las quejas por posibles irregularidades en su
ejecución. Las últimas se llevaron a cabo el 28 de Noviembre y la victoria no
fue tan clara esta vez. Kabila ganó por poco margen a su principal rival
Tshesekedi, quien, tras los comicios, intentó iniciar una revuelta generalizada
ante lo que él cree que fue un fraude electoral, siendo arrestado, junto a
multitud de sus seguidores por las fuerzas de Kabila.