Reseña histórica de la R. D. del Congo


HISTORIA DEL CONGO


En estas muchas líneas quiero dejar una pincelada de la historia de este país. Después de haber leído bastante sobre el tema, he creído que Javier Reverte, en su libro “Vagabundo en África” realiza una síntesis bastante buena de lo que ha dado de sí la acidentada historia de la RD del Congo. Es por esto por lo que la mayoría de esta página está sacada de fragmentos de dicho libro.

La historia del Congo, ese inmenso y riquísimo país de África, es una crónica de desdichas sin cuento. Hay países que parecen haber sido maldecidos por un dios maligno, y el Congo es uno de ellos, quizás el caso más grave. Dueño de imponentes recursos agrícolas y madereros, cuenta además con inmensos yacimientos de oro, plata, diamantes, carbón, pe­tróleo, gas natural, estaño, uranio, cobre y cobalto. Y pese a ello, es un infierno: su deuda exterior supera los siete billones de dólares, el 80 por ciento de la población carece de empleo retribuido, el poder adquisitivo de sus setenta millones de habitantes cae cada año un 4 por cien­to con respecto al anterior desde los días de la independencia, la esperanza media de vida es de cincuenta y un años, y un tercio de los niños que na­cen en el país muere antes de haber cumplido los cinco años. El Hambre, la Guerra, la Peste del sida forman, junto al índice de mortalidad, un pai­saje apocalíptico en la vida cotidiana de los congoleños.
Tal desastre se lo deben, en gran medida, al hombre que gobernó el país como un tirano durante treinta y dos años: el mariscal Mobutu, crea­dor de un sistema original de poder, la «cleptocracia», el gobierno de los ladrones. Él mismo, en cierta ocasión, aconsejó a su pueblo en un acto público: «Si robáis, hacedlo poco a poco». Fue famoso también un discur­so suyo en Kisangani, cuando dijo: «Sé que las cosas van mal para todos vosotros. Por eso, creo que convendría añadir un artículo nuevo a la Cons­titución, el artículo quince: arregláoslas como podáis». Y los congoleños se las arreglan como pueden: el suyo es un país donde robar es un hábi­to, una forma de cultura y de vida, desde los más altos escalones de la sociedad hasta los más humildes. Quien no roba es que es tonto. Y los tontos mueren pronto en el Congo.
LA CARRERA DEL CONGO
La «carrera del Congo» comenzó en el verano de 1879. De un lado, Stan­ley, que contratado por el rey Leopoldo II de Bélgica alcanzó la desem­bocadura del río en agosto y comenzó a subir desde Matadi a pie, por la orilla norte, para establecer tratados con todos los jefes locales que ro­deaban el Stanley Pool y lograr para su real patrón la explotación de aque­llos ricos e inmensos territorios. Era su segundo viaje por aquellas regio­nes, tras su épica expedición de 1874-77, en la que cruzó África de costa a costa, circunnavegó los lagos Victoria y Tanganica, ascendió el río Con­go desde las cercanías de Zambia, sorteó sus cataratas, lo navegó río abajo desde la actual Kisangani hasta Kinshasa y bautizó con su nombre, como Stanley Pool, la gran laguna que se abre entre las dos capitales de los dos Congos, antes de llegar al mar en la desembocadura del río. Fue un viaje de mil días que contó en su estupendo libro A través del oscuro conti­nente, un best seller en aquellos años tanto en Inglaterra como en Estados Unidos.
Ahora, en su ascensión del río, Stanley iba abriendo a golpes de di­namita la ruta para el tendido del futuro ferrocarril. Era una marcha lenta y difícil, pero el rey Leopoldo había puesto a su disposición todos los hombres y el material que el explorador había exigido. Nada ni nadie parecían capaces de oponerse a su determinación.
Brazza, por su parte, había tenido serios problemas para financiar su expedición y salió de Francia en diciembre del 79, con mucho retraso con respecto a Stanley y con bastantes menos hombres y armas que su rival. Pretendía llegar a la desembocadura del río Ogowé, en el sur del actual Gabón, navegarlo hacia el interior y cruzar hasta el río Alima, que va a morir en el curso del Alto Congo. Brazza había explorado unos años an­tes la ruta hasta el Alima y dejado estaciones en el camino. Desde el Ali­ma, al sudoeste de la actual Mbandaka, iría asegurándose acuerdos con los jefes locales hasta alcanzar las orillas septentrionales de Stanley Pool. Brazza, por otro lado, contaba con un menor respaldo político que Stan­ley, ya que el gobierno francés no parecía demasiado interesado en aña­dir nuevos territorios a su dilatado imperio colonial. Y tenía prisa.
Ligero de material y con pocos hombres en su expedición, logró via­jar más rápido que su adversario y recuperar la ventaja que le sacaba Stan­ley, que había salido de Europa casi cuatro meses antes que él. Remontó el río Ogowé, se internó en las selvas, alcanzó el río Alima y, en agosto de 1880, llegaba a las orillas del gran curso del Congo, unos quinientos kilómetros al norte de Stanley Pool. Entretanto, su rival ascendía lenta­mente el río desde Matadi, dale que te pego a la dinamita.
Brazza permaneció durante dos meses en el Alto Congo. Era un ne­gociador paciente, quería convencer antes que vencer, y no desdeñaba echar mano de algunas tretas cuando venían al caso. En lugar de cañones ligeros y fusiles, un material indispensable para Stanley en sus expedicio­nes, Brazza llevaba fuegos de artificio, que dejaban pasmados a los jefes nativos. Con paciencia, fuegos artificiales y unos cuantos trucos, logró convencer al jefe Makoko, que dominaba una larga franja de los territo­rios del norte del río Congo, para que firmara un tratado con Francia. Y cuando tuvo el documento en su poder, en el mes de septiembre, envió a uno de sus hombres de regreso a París con el tratado, antes de que Stan­ley lograra firmar los suyos.
Luego, descendió sin prisas el río, plantó la bandera francesa en el actual Brazzaville, en la orilla norte de Stanley Pool, dejó a un sargento senegalés a cargo del puesto y continuó río abajo. El 7 de noviembre de 1880, no muy lejos de Matadi, alcanzó el campamento de Stanley, que seguía allá abajo empeñado en romper piedras para abrirle una línea fe­rroviaria a Leopoldo II.
Stanley relata el encuentro: «El caballero es alto, de cutis muy more­no y parece sumamente fatigado. Le doy la bienvenida y lo invito al interior de la tienda, se prepara un déjeuner para él y se le invita. Yo hablo un francés abominable, y su inglés no es el mejor, pero a pesar de todo intentamos entendernos».
Brazza no dijo nada a Stanley sobre los tratados que había firmado con el jefe Makoko. Y cuando se despidió, dos días después, siguiendo camino hacia la desembocadura del río, ideó un truco para entretener al vanido­so Stanley: señalando un enorme montañón que había frente al camino que iba abriendo Bula Matari con su dinamita, dijo: «Necesitará seis meses para romper esa montaña». Stanley recogió el reto: «No necesito tanto tiempo», respondió.
Se despidieron. Y mientras Brazza corría cual alma que lleva el dia­blo para convencer al gobierno de París de que ratificase el tratado firmado con el jefe Makoko, Bula Matari gastó siete semanas barrenando aquella montaña para demostrarse a sí mismo que era un dios invencible. Los aristócratas han sabido siempre, por la cosa de la cuna, cómo pillarle la tecla del orgullo a los advenedizos.
De regreso a Europa, Stanley y Brazza se encontraron de nuevo como rivales, esta vez sobre el terreno diplomático. Stanley intentó por todos los medios convencer a la opinión pública y a los gobiernos europeos de que Brazza había engañado al jefe Makoko y que sus tratados no tenían vali­dez. Brazza, por su parte, trataba de empujar a las autoridades políticas francesas para que ratificasen los acuerdos firmados por él. Sin embargo, el gobierno de París, por la mencionada falta de interés en los nuevos territorios, le daba largas y Stanley llevaba todas las de ganar.
Pero Brazza no era un hombre fácil de vencer. Aprovechando la gran popularidad que le habían dado sus expediciones africanas, llevó a cabo una verdadera campaña de prensa reivindicando un Congo francés y pre­paró un golpe de efecto. Enterado de que se organizaba un gran banque­te en París en honor de Stanley, al que asistirían notables personalidades norteamericanas, y que sin duda tendría una gran resonancia en la pren­sa europea y americana, Brazza preparó un discurso en inglés, lo apren­dió de memoria, ensayó durante varios días ante el espejo, mejoró su acento y se presentó de improviso en el banquete, la noche del 20 de octubre de 1882, justo cuando Stanley acababa de terminar su virulento parlamen­to en el que desacreditaba al explorador italofrancés y le acusaba de «ha­ber llevado una diplomacia inmoral a un continente virgen». Brazza fue invitado a hablar, y en lugar de atacar a Stanley, exaltó el papel de los países europeos en la tarea de desarrollar África. Su discurso terminó así: «Caballeros, soy un oficial naval francés que quiere brindar por la civili­zación de África mediante un simultáneo esfuerzo de todas las naciones, cada una bajo su propia bandera».
La prensa francesa publicó entusiasmadas crónicas sobre la victoria de su hombre en el debate con el famoso explorador angloamericano. Y tan sólo dos meses después, el Parlamento galo votaba la ratificación del tra­tado firmado por Brazza con el jefe Makoko, al tiempo que aprobaba un generoso presupuesto para una nueva expedición de Brazza al Congo.
Los dos rivales regresaron al Congo a establecer nuevas estaciones en las dos orillas del rio y poner en pie sendas Administraciones coloniales. En 1885, la Conferencia de Berlín, que dibujó el reparto de África entre las potencias europeas, reconoció las fronteras de los dos Congos. Fran­cia tomó posesión oficial de la orilla norte del río hasta la confluencia con el Ubangui, en tanto que el resto del territorio, una vasta región cubierta de selvas, tomaba el nombre de Estado Libre del Congo, una manera pom­posa de llamar a lo que en realidad iba a ser, durante veintitrés años, un territorio destinado a cubrir el ansia de riqueza del rey Leopoldo II de Bélgica.
Brazza fue nombrado gobernador de la nueva colonia, cuya capital tomó el nombre de Brazzaville, y el gobierno le condecoró con la Legión de Honor. Murió el 14 de septiembre de 1905, en Dakar, atacado de ma­laria cuando regresaba en barco hacia Francia desde Gabón, adonde ha­bía viajado para investigar unos crímenes cometidos por las autoridades coloniales. En cuanto a Stanley, regresó a Europa en 1885, y en 1887 organizó una nueva e imponente expedición, la última de su vida, para rescatar a Emin Pasha, un funcionario al servicio del gobierno británico perdido en las selvas del nordeste del Congo. Murió en Londres, carga­do de honores, el 9 de mayo de 1905. Sus últimas palabras, según relató su mujer, fueron: «¡Quiero ser libre! ¡Quiero ir a los bosques! ¡Ser libre!».
LEOPOLD II
El Congo conquistado por Stanley pasó a formar parte del patrimonio personal de Leopoldo II y el Parlamento belga aceptó la coronación de su rey como soberano del Estado Libre. Luego, se desentendió del asunto y el monarca comenzó a ejercer su autoridad sobre los nuevos territorios sin control parlamentario de ninguna clase. Formó una Administración general en Bruselas, con tres departamentos: finanzas, asuntos exteriores e interior. Creó una sociedad para la explotación de las riquezas del rio, una policía para controlar a los nativos y comenzó a enviar agentes comerciales encar­gados de conseguir el marfil y organizar la producción del caucho.
Leopoldo tenía prisa por recoger los beneficios de su finca. Poner en marcha una nueva colonia suponía un enorme gasto antes de que comen­zara a ser rentable. Y el bolsillo real empezó a resentirse. De modo que Leopoldo urgió a sus empleados a que utilizaran la mano de obra nativa, en las condiciones que fueran, para hacer productiva cuanto antes la co­lonia. Y en consecuencia se establecieron una serie de normas de una in­humanidad inédita hasta entonces en África: los antiguos esclavistas ára­bes fueron contratados como capataces, se obligó a todos los habitantes varones del Estado Libre a trabajar sin salario por un período obligatorio de siete años, se prohibió el comercio entre nativos si no era a través de los agentes de la Administración colonial, se establecieron cupo¿ obliga­dos en la producción de caucho para cada pueblo y distrito, y lo mismo se hizo con el marfil en las regiones donde había elefantes. La mayoría de los congoleños obligados a trabajos forzados, lo hacían encadenados como esclavos. Cuando no producían la cantidad establecida por las autorida­des, los policías debían matarles y cortarles las manos para llevarlas luego al comisario, de modo que éste pudiera contarlas y comprobar que sus hombres no habían desperdiciado o robado munición. En muchas aldeas, las cabezas cortadas de los trabajadores no rentables se clavaban en esta­cas y permanecían allí hasta que se pudrían como advertencia para los vivos. En las más apartadas regiones, los administradores del rey reclutaron tropas entre las tribus caníbales, y puede imaginarse qué es lo que hacían esas tropas con los trabajadores poco productivos.
Las gentes huyeron masivamente de los territorios del Estado Libre. Se calcula que, al tomar Leopoldo posesión del Congo, lo habitaban unos veinte millones de personas. Cuando el gobierno belga, en 1908, se hizo cargo de la colonia, ante el escándalo mundial que desataron las denun­cias de periodistas, misioneros y algunos funcionarios británicos, quedaban en el Congo menos de ocho millones de habitantes nativos. En len­gua lingala, Leopoldo II quedó para siempre bautizado como Panga Ngunda, que significa «el destructor de la tierra».
Roger Casement, un irlandés que trabajaba en Matadi, y E. D. Morel, un periodista inglés de ideas socialistas, publicaron dos estremecedores informes relatando con detalle las atrocidades del Congo en los años de final del siglo. En toda Europa surgieron asociaciones de defensa de los derechos de los nativos y de condena al rey Leopoldo. El Parlamento británico se hizo eco de las protestas. Y toda la prensa europea se volcó en la denuncia de la Administración colonial impuesta en el Congo por el monarca belga. Casement, el gran flagelador de Leopoldo, fue una figu­ra idealista y trágica. Partidario irreductible de una Irlanda libre y funcio­nario durante varios años en África a las órdenes del gobierno de Lon­dres, se sumó al alzamiento de los nacionalistas irlandeses y, en 1916, en plena Gran Guerra, viajó a Berlín para conseguir ayuda militar para su causa. Fue detenido por los ingleses a su regreso, juzgado por alta traición y ahorcado.

MOBUTU
El gran tirano nació en 1930 en una remota aldea de la selva y fue bautizado como Joseph Desiré Mobutu. Más tarde, cuando alcanzó el poder supremo del país, cambió su nombre y se hizo llamar Mobutu Sese Seko Kuku wa za Banga, cuya traducción es más o menos el todopode­roso guerrero que, gracias a su firme voluntad de victoria, marcha de conquista en conquista dejando el fuego a sus espaldas. Fue ciertamente todopoderoso hasta la primavera del 97, y a fe que dejó detrás de él un país abrasado.
Mobutu nació muy pobre y quedó huérfano de padre a los ocho años. Su madre consiguió que fuera educado en una misión católica, y allí aprendió a hablar y escribir un excelente francés. Pero era un muchacho violento y con una excesiva disposición al robo, por lo que fue expulsa­do muy pronto de la misión, yendo a parar a la cárcel, en donde pasó seis meses antes de ser enrolado en el ejército colonial, como castigo, por un período de siete años. El castigo, sin embargo, se convirtió en un premio: en poco tiempo alcanzaba el rango de sargento mayor, el máximo que podían conseguir los soldados nativos en el ejército belga.
A finales de los años cincuenta, Mobutu cambió de oficio y se hizo periodista. Viajó a Bélgica, y durante su estancia en la metrópoli colonial, se relacionó con los movimientos independentistas congoleños. También en Bruselas, en 1959, conoció a Lawrence Devlin, un alto cargo de la CÍA norteamericana. A su regreso al Congo, entabló amistad con el carismático líder Patricio Lumumba.
Tras la independencia, en 1960, con Lumumba convertido en primer ministro, Mobutu ingresó en el ejército de la nueva república y pronto fue nombrado jefe del Estado Mayor. El país entró en un período de caos político y Lumumba comenzó a acercarse a Moscú. Los timbres de alar­ma sonaron en Washington. Lawrence Devlin, destinado ahora en Kinshasa y en estrecho contacto con Mobutu, alertó del peligro de que se pro­dujera una nueva Cuba en uno de los países más ricos de África. Había que eliminar a Lumumba y entronizar a Mobutu. Y Lumumba fue asesi­nado en enero de 1961, en circunstancias que siguen siendo un secreto de Estado.
Continuó el caos, la región de Katanga se declaró independiente, es­talló luego la guerra civil en el oriente del país, cientos de blancos fueron asesinados por los guerreros simba o mai-mai, llegaron los mercenarios de Mike Hoare y Bob Dénart, el Congo ardió y, al fin, en 1965, Mobutu alcanzó el poder. Europa Occidental y Estados Unidos respiraron alivia­dos: el gigante africano se había librado del peligro comunista. Y Mobu­tu comenzó a construir su Congo y a abrir cuentas corrientes personales en los bancos suizos.
Una vez en el poder, supo moverse con astucia. Rehabilitó la memo­ria de Lumumba, en cuyo asesinato había participado, y lo convirtió en héroe nacional, al tiempo que utilizaba una fachada de ideas socialistas para levantar su Estado. El modelo de partido único le venía que ni pin­tado, así que nominó el suyo como MPR (Movimiento Popular de la Revolución), que pronto fue rebautizado por los congoleños como Morir Para Nada. El MPR se convirtió en «la expresión de la nación políticamen­te organizada» y todo ciudadano del país, desde el momento de nacer, era ya miembro del partido. Mobutu utilizó, para asegurar su poder, una fórmula simple: garante de los intereses del capitalismo europeo y bastión del anticomunismo en el exterior, aplicó en el interior las tradicionales rece­tas del poder totalitario, entre ellas el culto a la personalidad y el encuadramiento y vigilancia de la población. Fuera del MPR, ninguna opción política existía; lejos del Guía Supremo, no había otra verdad.
Millones de congoleños vistieron camisolas con la efigie del gran lí­der en el pecho y la espalda, su fotografía con gorro de piel de leopardo pasó a presidir los despachos de todas las oficinas públicas y privadas y el comedor de miles de hogares, los medios de comunicación le nombra­ban Padre de la Patria e, incluso, Mesías, y su madre, Mama Yerno, fue comparada con la Virgen María. Un anuncio de la televisión le mostraba descendiendo como un dios entre las nubes. El periodista norteamerica­no Blaine Harden recoge en su libro África: crónicas de un frágil conti­nente las siguientes palabras de un ministro de Mobutu en los años setenta: «En todas las religiones y en todos los tiempos, hay profetas. ¿Por qué no hoy? Dios ha enviado un gran profeta, nuestro prestigioso Guía Mobutu. Este profeta es nuestro liberador y nuestro Mesías. Nuestra iglesia es el MPR. Su jefe es Mobutu y debemos respetarle como se respeta al Papa. Nuestro evangelio es el mobutismo. Es por ello que los crucifijos deben ser reemplazados por la imagen de nuestro Mesías. Y a su lado deberá ser colocada su gloriosa madre, Mama Yerno, que dio a luz tan gran hijo».
Como todos los tiranos, Mobutu era buen amigo de la demagogia, y así decidió rematar la faena con su propia revolución cultural, la zairización, que emprendió en el año 1974. Alimentando los rencores anticolo­niales, se presentó ante su pueblo como campeón indiscutible de la africanización. El Congo pasó a denominarse Zaire. También el río se convirtió en Zaire y el mismo nombre se le dio a la moneda. Leopoldville, la capital, se transformó en Kinshasa, Stanleyville en Kisangani y Coquilhatville en Mbandaka. El lago Eduardo, fronterizo con Uganda, quedó como Mobutu Sese Seko, mientras que otro lago de la frontera, el Alberto, se rebautizó como su colega Idi Amín Dada, que emprendía en Uganda su propia africanización. Los nombres cristianos fueron reempla­zados por nombres tradicionales, pese a las protestas de la Iglesia católi­ca. Se trataba de emprender la «descolonización mental» en nombre de la «autenticidad», y así, los trajes europeos fueron sustituidos por una ver­sión local de la vestimenta de Mao Tsetung, los abacots, mandilones con dibujos de luminosos colores. En las comidas oficiales se impusieron los platos tradicionales, no importaba si tenían menor poder alimenticio. Y donde no se encontraba tradición a la que remitirse, Mobutu y sus conse­jeros inventaban la «autenticidad». La fiebre anticolonial y el regreso a los orígenes encendían el ánimo patriótico de los congoleños, en tanto que Mobutu era el escudo protector en África Central de los intereses de las antiguas colonias. Los cuadros europeos que quedaban en el país fueron sustituidos en los puestos de responsabilidad por congoleños. En los hos­pitales, por ejemplo, los enfermeros pasaron por decreto a ejercer de médicos, y es famosa la tétrica historia de uno de los nuevos galenos que, preparado para operar a un paciente, le aplicó como anestesia el conteni­do de una bombona de butano. Consiguió, por supuesto, su objetivo de dormirle, aunque fuera para siempre.
Aquel período de zairización hizo muy popular a Mobutu entre los suyos, lo que le sirvió para liquidar por completo cualquier intento de oposición interior. Blaine Harden definió así al Mobutu de aquellos años: «Una mezcla carismática de George Washington, Martin Luther King y Al Capone». Mobutu, por su parte, se veía a sí mismo de otra manera: «Yo no estoy en deuda con mi pueblo, es mi pueblo quien está en deuda con­migo», declaró.
Entre la barbarie y la payasada, la corrupción se convirtió en norma y Mobutu se transformó en pocos años en uno de los hombres más ricos del mundo. Los beneficios de las minas del país iban a parar derechos a sus cuentas de Suiza, lo mismo que los cientos de millones de dólares que llegaban cada año desde Occidente para la ayuda al desarrollo del país.
Todo orden social, cualquier estructura económica, u organismo de Estado, se desmoronaron. Las carreteras fueron cegadas por la selva, que­daron abandonadas la mayoría de las líneas de ferrocarril, Air Congo se convirtió en un puñado de aviones destinados al servicio personal del gran Guía, se desguazaron por falta de cuidados la mayoría de los barcos que navegaban el río Congo y las minas bajaron su producción en casi un 80 por ciento. Dejaron de pagarse los salarios a los funcionarios y a los sol­dados. Los profesores universitarios vendían los títulos y los bedeles co­braban por dejar copiar en los exámenes, con lo que el Congo de hoy está lleno de legiones de titulados que no saben una sola palabra de su profe­sión. Cuando, por dos veces, ya en los años noventa, los soldados ame­nazaron con amotinarse si no cobraban sus sueldos, Mobutu les animó a echarse a las calles y dedicarse al pillaje, y las grandes ciudades fueron saqueadas y el país se descapitalizó aún más. De esa forma, la mentali­dad del soldado congoleño sigue siendo la de un ejército de ocupación en busca de botín. Robando y animando a todos a «robar poco a poco», el Verbo ladrón del Mesías se hizo carne de golfo en el Congo. Y así, el país más rico de África era en 1997 el quinto país más pobre de la Tierra, con una renta per cápita anual que no superaba los 150 dólares.
Sostenido por Estados Unidos, Francia y Bélgica, Mobutu y más tar­de el mobutismo se hubieran perpetuado largos años en la historia sobre las miserias de su pueblo. Pero la guerra de Ruanda de 1994 despertó el interés norteamericano por la región. Y pasados los años de la guerra fría, liquidado el comunismo, Mobutu ya no era bastión contra nadie. De modo que sobraba. Cuando los tutsis del oriente del Congo, los banyamulengues, se rebelaron contra Mobutu, encontraron enseguida el respaldo de Uganda y Ruanda, fíeles aliados de Washington, y emprendieron el camino hacia Kinshasa en octubre del 96, conquistándola en mayo del 97. Iban guiados por un nuevo, misterioso y apenas conocido líder: Laurent Kabila, antiguo comunista e histórico colaborador del Che Guevara. La tortilla se daba la vuelta y la CÍA echaba mano de sus viejos enemigos para derro­tar a sus viejos amigos. La guerra duró apenas unos meses, y el poder omnímodo del Guía se derrumbó como un castillo de naipes.
Eran días inciertos en el Congo los del verano del 97. Durante la guerra de Ruanda de 1994, Mobutu y los caciques del oriente del Zaire habían apoyado la causa de los genocidas hutus. Cuando los tutsis los derrotaron en julio de aquel año, más de un millón de refugiados cruzaron la fronte­ra y se instalaron en campamentos en el interior del Zaire. Con ellos via­jaban el ejército hutu y las terribles milicias Interahamwe. Como ha es­crito Ryszard Kapuscinski, «era un ejército derrotado, pero no liquidado». Y que estallara una nueva guerra era tan sólo cuestión de tiempo.
Un país como el Congo, donde conviven doscientas etnias, es y ha sido siempre una olla a presión a punto de reventar. En el oriente del Congo vi­vían miles de banyamulengues, una etnia de sangre tutsi a la que los caci­ques locales y el propio Mobutu negaban los derechos de ciudadanía zaire-ña. Cuando el derrotado ejército hutu entró en Zaire en el verano del 94, los caciques zaireños vieron la ocasión de expulsar a los banyamulengues y ampliar su poder, llevando la guerra de nuevo a los territorios de Ruanda. No contaban con que, enfrente de ellos, tenían dos ejércitos pequeños pero muy profesionalizados: el de Ruanda y el de Uganda. Los banyamulengues se alzaron en armas contra las autoridades del Zaire y pronto encontraron el respaldo de ruandeses y ugandeses. Los tutsis de Ruanda tenían ahora el pretexto para cruzar la frontera y exterminar a los contingentes militares hutus y a los genocidas Interahamwe. Y la CÍA contemplaba el conflicto como una buena ocasión para extender la influencia americana en una rica región del mundo.
En las selvas del sudeste, un hombre orondo, sonriente y extraño ve­nía resistiendo al mobutismo desde décadas atrás. Se llamaba Laurent Kabila, un antiguo comunista discípulo de Lumumba, miembro de la etnia luba, que había tratado con el Che Guevara durante la estancia del legendario guerrillero cubano en el Congo. Kabila tenía excelentes rela­ciones con los tutsis, los tanzanos y los ugandeses, todos ellos interesa­dos en el derrocamiento de Mobutu. Y Kabila fue escogido para encabe­zar la rebelión, al mando de un ejército singular integrado por tropas ruandesas, algunos regimientos ugandeses y rebeldes banyamulengues, a los que pronto se unieron guerreros mai-mai y contingentes de soldados angoleños. No era la de Kabila una fuerza militar congoleña, sino una suma de intereses en ocasiones mercenarios. Kabila era más bien un hom­bre de paja colocado en el pináculo del poder militar rebelde por gente más poderosa que él en la región de los Grandes Lagos, y con la sonrisa cómplice de Washington en la trastienda.
Frente a ellos, Mobutu sólo contaba con los hutus atrincherados en los campos de refugiados, un ejército propio que no cobraba desde años atrás y cuyo único entrenamiento militar era el pillaje, y el apoyo de algunos batallones de rebeldes angoleños. La guerra duró poco más de ocho me­ses. La resistencia de las tropas de Kinshasa y sus aliados fue en la prác­tica nula. Las ciudades fueron cayendo una tras otra en manos de los re­beldes, apenas sin lucha, y eso sí: siendo puntualmente saqueadas todas ellas por las tropas de Mobutu antes de emprender la huida.
Los refugiados hutus regresaron en su mayoría a Ruanda cuando los campos fueron conquistados por los tutsis. El ejército hutu y los Intera­hamwe se perdieron en las selvas del río, huyendo de la venganza tutsi. En mayo del 97, las tropas de Kabila entraban en Kinshasa sin disparar un tiro. Todo el mundo celebró la caída del tirano, a excepción de Fran­cia, cuyas maniobras diplomáticas para detener la guerra y el avance re­belde fueron desmontadas una tras otra por Washington. Con aire de gue­rrillero romántico, Kabila entró en Kinshasa pocos días después de que lo hicieran sus tropas y prometió el restablecimiento de la democracia y la reconstrucción de la nación, proclamándose de inmediato presidente y devolviendo el nombre de Congo al país en lugar de Zaire. Mobutu se exilió a Marruecos y murió pocos meses después, afectado de cáncer de próstata.
Pero, a finales del verano del 97, ni había fechas para elecciones li­bres ni se había dado un paso en la reconstrucción del país. Kabila per­día crédito entre la población que le aclamó en mayo y todos los perio­distas críticos con el nuevo régimen ingresaban uno tras otro en prisión. Más de cuarenta mil soldados de Mobutu se hacinaban en las cárceles de «reeducación», muriendo por centenares cada semana de disentería y dia­rrea roja. Otros miles de soldados, huidos al otro Congo, combatían como mercenarios en los dos bandos de la nueva guerra desatada en la orilla contraria del río. Sujetos tan sólo al mando de sus propios jefes, los tutsis controlaban la navegación del Congo, se apoderaban de empresas y vehículos con los derechos que les daba su condición de ejército victorioso de ocupación, y sobre todo, rastreaban las selvas cumpliendo sin escrúpulo su venganza contra los restos del ejército huru y los refugiados que les acompañaban. Kinshasa era un hervidero de rumores sobre las matanzas de hutus en las selvas del río. Y a las organizaciones internacionales no les salían las cuentas sobre el número de refugiados hutus en el Congo, y se ignoraba el paradero de unos doscientos mil.
Kinshasa, entretanto, continuaba siendo el caos que siempre fue. Con una salvedad: había descendido el índice de delincuencia ciudadana. Pero no a causa de la energía de las nuevas autoridades, sino porque los pro­pios congoleños decidieron ocuparse del asunto. Y de una manera pavo­rosa: cuando un ladrón era sorprendido robando, las gentes se agrupaban para detenerle, luego le ataban de pies y manos, le colocaban un neumá­tico viejo alrededor del cuerpo, lo rociaban de gasolina y le prendían fue­go. Las cámaras de la televisión local recogían a menudo estas ejecucio­nes con toda suerte de detalles, moralizando sobre la necesidad de que se acabase de una vez por todas con el robo.
LA TRAGEDIA RUANDESA
No es necesario extenderse mucho para hablar de la historia de la trage­dia ruandesa. Todos fuimos testigos, sentados en los sillones de nuestras casas ante la pantalla de televisión, de aquellas terribles matanzas del 94, de aquel genocidio que, en pocas semanas, provocó la muerte de cerca de un millón de tutsis y hutus moderados, la mayoría de ellos sacrificados a golpe de machete por los radicales hutus, las bandas de Interahamwe, que significa «los que matan juntos».
Pero sí que parece importante dejar una cosa clara. Como ha dicho ese gran periodista y escritor que es el polaco Ryszard Kapuscinski, el con­flicto que se desató en Ruanda no fue «étnico, racial ni tribal, y aquellos que definen a hutus y tutsis como dos tribus, dos etnias enfrentadas, no saben lo que dicen».
Tutsis y hutus llevaban siglos conviviendo, mezclando sus sangres, sus culturas y sus lenguas hasta haberse convertido en un único pueblo en el que las diferencias las marcaban tan sólo razones de índole social y económica. Cuando los belgas se ocuparon de la administración de Ruanda al concluir la Primera Guerra Mundial, tras la derrota de Alemania y el fin de su Imperio colonial, encontraron en el país una sociedad estructurada, organizada como un estado feudal. Arriba de la pirámide se sentaba el rey, sostenido por una corte de aristócratas, los abatware, que eran los grandes propietarios de tierras y vacadas. Nadie les llamaba tutsis o hutus, eran simplemente los ricos.
Fueron los administradores belgas y las jerarquías de la Iglesia cató­lica quienes decidieron establecer la división. Para gobernar aquellos nuevos territorios, lo más sencillo era apoyarse en las bases de gobierno que existían antes de su llegada. De modo que dejaron al rey Musinga en su trono y a los ricos con sus privilegios. En 1929, las autoridades colo­niales decidieron elaborar un censo y clasificar en dos grupos a la pobla­ción. El criterio no pudo ser más simple: en un grupo estarían aquellos que poseían más de diez vacas, y en el segundo los que tenían menos de ese número. A unos se les llamaría tutsis y a otros hutus. A los primeros se les daría educación, para crear una prestigiosa élite de cuadros, la Indatwa, sobre la que apoyar el poder de la Administración colonial, y los segun­dos serían empleados como mano de obra barata sin derecho ninguno a la educación. Como resultado de ese censo, un 15 por ciento de los habi­tantes de Ruanda fueron denominados tutsis y el resto hutus. La barrera quedó trazada sin remedio: incluso los hermanos de las mismas familias fueron separados en función del número de cabezas de ganado que poseían.
Al rey Musinga no le gustó en exceso esta política, y los belgas, sin pensárselo dos veces, le depusieron del trono en 1930 y colocaron en su lugar a su hijo Mutara. Dos décadas después, en 1959, el nuevo sobera­no se convirtió en el líder del movimiento de independencia de su país, al tiempo que comenzaba a abolir todas las leyes discriminatorios contra los hutus y a desmontar el sistema feudal de poder tan del gusto de la metrópoli. Bruselas tampoco dudó esta vez: un médico belga encargado de vacunar al monarca, le inyectó veneno en las venas. Y se acabó el pro­blema. Los belgas, en la época en que eran una potencia colonial en África de primer orden, superaban en crueldad a todos sus competidores euro­peos, tanto a alemanes, como a ingleses y franceses. Fueron el foxterrier del colonialismo: pequeños y matones.
Durante los años que siguieron al censo de 1929, una minoría de hu­tus lograron acceder a la educación, sobre todo en las misiones y semina­rios católicos donde había sacerdotes europeos que no aceptaban la polí­tica de élites de la autoridad eclesiástica. Fueron estos cuadros los que, en 1959, cuando los tutsis se enfrentaron a los belgas, pasaron a ocupar los puestos de la Administración y la jerarquía locales. Y fueron estos cuadros, apoyados por Bruselas, los que crearon más tarde el partido Parmehutu (Partido para la emancipación de los hutus), cuyo objetivo era desplazar de los puestos de la Administración a todos los tutsis. Ese objetivo se ali­mentó en la Iglesia católica de base como una filosofía de lucha de etnia oprimida contra etnia opresora, y dio origen a los argumentos que servi­rían de justificación a los carniceros hutus del 94.
Con la independencia, la persecución y eliminación física de los cua­dros tutsis se desató en todo el país. Miles de ellos hubieron de exiliarse en países vecinos, sobre todo en Uganda. Y formaron un movimiento ar­mado, el Frente Patriótico de Ruanda, cuyo sueño era volver a la patria y recuperar el poder perdido. Algunos de sus mejores cuadros recibieron educación militar en Estados Unidos.
En 1985, los tutsis de Uganda se unieron al movimiento de oposición al presidente Milton Obote, ayudando con las armas a Yoveri Museveni, cuya madre era tutsi, a ganar la guerra. Su experiencia militar y el apoyo que ahora tenían en Uganda, les animó a intentar la invasión de Ruanda en 1990 para reconquistar su antiguo poder. Y lo hubieran logrado de no ser por el respaldo militar que Francia prestó a los hutus, que contaron también con el beneplácito político de Bélgica. Los tutsis no fueron de­rrotados, tan sólo detenidos en su avance; pero el país quedó fracturado en dos, una parte controlada por el Frente Patriótico tutsi, y la otra por el régimen hutu de Juvenal Habyarimana, que gobernaba en la capital Kigali. Desde ese instante, los hutus comenzaron a elaborar listas detalladas con los nombres y domicilios de los tutsis que deberían ser eliminados cuan­do se diese la señal para la gran masacre, ya no sólo de cuadros dirigen­tes, sino de cualquier tutsi, por pobre que fuese, que habitara en su terri­torio. Francia se ocupó de entrenar los escuadrones de la muerte que se harían tristemente célebres con el nombre de Interahamwe, los que ma­tan juntos. Entretanto, Estados Unidos, interesados por primera vez en su historia en las riquezas del continente africano, alentaba desde la sombra las reivindicaciones tutsis. En diciembre de 1993, un editorial del perió­dico radical hutu, el Kangura, proclamaba: «Es el tiempo del machete, llega la hora de la victoria absoluta».
A finales de ese año y comienzos de 1994, un acuerdo de paz auspi­ciado por la ONU, parecía todavía posible, y representantes de partidos moderados hutus y los tutsis del Frente Patriótico se habían reunido en Arusha (Tanzania), logrando establecer las bases de un posible tratado. Pero los hutus radicales, organizados y armados, con listas completas de toda la población tutsi que vivía en territorio bajo control hutu, prepara­ban la Operación Golondrina: la liquidación del «enemigo interior». Sólo faltaba un detonante para desatar la matanza.
Y el detonante sonó el 6 de abril de 1994. Esa mañana, el presidente Habyarimana tomó su avión, un Mystere Fahon 50, para volar hasta Dar es Salaam, donde se iba a celebrar una cumbre de jefes de Estado de la región sobre el conflicto de Burundi. En el vuelo de regreso, cuando el avión descendía ya hacia el aeropuerto de Kigali, dos misiles alcanzaron al aparato, que se precipitó envuelto en llamas contra el suelo. No hubo ningún superviviente. Y aún sigue sin aclararse quién disparó sobre el avión.
Esa misma noche, el coronel Sagatwa, comandante de la Guardia Presidencial hutu, dio la orden de iniciar la Operación Golondrina. Pero no fueron bellos e inofensivos pájaros los que salieron a volar sobre las calles de Kigali y todas las ciudades y aldeas del territorio controlado por los hutus. Eran bandos de carroñeros, los Interahamwe, que acompañaban a los soldados mostrándoles las viviendas donde habitaban familias tutsis y participando con saña en las matanzas. Mientras tanto, la emisora oficial, la Radio de las Mil Colinas, difundía cantos de guerra hutus y eslóganes convocando al genocidio. Según las cifras que parecen más ajustadas a la realidad, unos ochocientos mil tutsis y hutus moderados perecieron a machete en las semanas que siguieron. La golondrina se transformó en vampiro y se empachó de sangre.
La mañana del 7 de abril de 1994, los gendarmes de la Guardia Presiden­cial, los hombres de las Fuerzas Armadas Ruandesas (FAR) y sobre todo las milicias Interahamwe, sabían bien qué hacer. Toda Kigali amaneció sembrada de barreras y controles militares. La máquina exterminadora se puso en marcha y los tutsis no pudieron huir. En las primeras horas del día fueron asesinados los dirigentes hutus más moderados, entre ellos el pri­mer ministro y el presidente del Tribunal Constitucional. La Radio de las Mil Colinas, «la Radio de la Muerte», ordenaba a los habitantes de la ciu­dad que no salieran de sus casas, en tanto que los Interahamwe y los sol­dados recorrían los barrios, asesinando y saqueando. Eran todavía matanzas selectivas, cuadros tutsis y sus familias que estaban en las listas elabo­radas durante los años anteriores. El día 8, eliminados casi todos los políti­cos moderados hutus, se formó un gobierno provisional dirigido por los radicales, con Jean Kambanda como primer ministro y Théodore Sin-dikubwabo como presidente. Ese mismo día las masacres comenzaron a extenderse a otras ciudades del país y a las áreas rurales. «Soldados y mi­licianos —cuenta Nataribi Kamanzi en su libro Ruanda, del genocidio a la derrota— se desplegaron como enjambres de abejas, matando y dándose al pillaje.» Decenas de miles de personas, por todo el país, se refugiaron en iglesias, escuelas y misiones buscando la protección de los religiosos: no eran sólo tutsis, sino también hutus aterrados ante el furor de la carnicería.
Las primeras decisiones del gobierno fueron terminantes: matar a todos los tutsis, a todos sin distinción, y no sólo a los que figuraban en las listas. Los Interahamwe y los soldados rodearon los centros religiosos y las escue­las donde se refugiaban las gentes espantadas e indefensas. Lanzaron un ultimátum: todos los hutus deberían salir en las horas siguientes y regresar a sus casas; en caso contrario, serían considerados «cómplices del enemigo interior». Cuando los hutus abandonaron los lugares de encierro, éstos fue­ron asaltados con una misma técnica de ataque: lanzamiento de bombas de mano en el interior, entrada de los soldados con sus fusiles automáticos para hacer la primera carnicería, y paso libre a las milicias para completar el tra­bajo a machete. El fin de semana del 9 y 10 de abril fue uno de los más san­grientos del genocidio, sobre todo en Kigali y Kibungo.
Una nueva reunión del gobierno el día 11 proclamó la necesidad de matar, no sólo a todos los tutsis, sino también a cualquier hutu que no se uniera a la política de exterminio. Había que derrotar al enemigo interior antes de derrotar en campo abierto al Frente Patriótico Ruandés de los tutsis (FPR). Esa era la estrategia de la guerra. Las listas se renovaban y se ampliaban a cada hora, las bandas de asesinos saqueaban las casas, violaban, mataban y robaban cuanto encontraban de valor.
Ese mismo día 11, Paul Kagame, comandante en jefe del ejército tutsi del FPR, dio la orden de atacar desde todos los frentes a sus hombres. Y en la misma tarde, tropas tutsis comenzaron a progresar hacia las altu­ras estratégicas del monte Rebero, una de las colinas que dominan Kiga­li. El gobierno hutu decidió en la mañana del 12 abandonar Kigali y es­tablecer su sede en Gitarama, sesenta kilómetros al sur. Desde allí, lanzó nuevas consignas: que no quede ningún tutsi vivo para poder contar la historia, exterminación total. La Operación Golondrina cambió de nom­bre. Ahora iba a llamarse Operación Insecticida. En la tarde del día 12 las tropas del FPR conquistaban la colina de Rebero y sus piezas de artille­ría podían ya alcanzar objetivos militares hutus de Kigali.
A finales de abril, cientos de miles de tutsis habían muerto y cientos de miles de hutus huían en un éxodo masivo de las regiones conquistadas por el FPR, dejando tras ellas centenares de fosas comunas repletas de cadáve­res tutsis. Los Interahamwe y los soldados de las FAR se replegaban con las columnas de civiles que huían, utilizándolos como un escudo protector.
En mayo y junio prosiguió el avance del FPR, en tanto que los Inte­rahamwe que retrocedían dejaban tras de sí un rastro de desolación y tra­gedia. Francia, que había sostenido la causa hutu e, incluso, entrenado «escuadrones de la muerte», decidió intervenir para evitar la victoria to­tal del FPR. Y el gobierno de París, con el beneplácito del presidente Mitterrand, puso en marcha la Operación Turquesa: bajo la cobertura de una intervención humanitaria, se trataba de apoyar al ejército hutu para contener primero al enemigo y luego recuperar las posiciones perdidas y ganar la guerra. Tropas francesas llegadas desde el Zaire entraron en te­rritorio mandes por el sur y el oeste, mientras «la Radio de la Muerte» hacía sonar una y otra vez «La Marsellesa».
Pero era ya tarde. El ejército hutu no existía como una tropa de combate, estaba sólo entrenado para matar civiles. Además, en una de las primeras escaramuzas, las tropas del FPR hicieron prisioneros a los paracaidistas de una patrulla francesa. París decidió cambiar el signo de la Operación Tur­quesa, limitándose a cubrir en su retirada a los restos de las FAR y a los In­terahamwe, que arrastraban con ellos cientos de miles de civiles hutus, ate­rrados ante la posibilidad de una implacable venganza tutsi. A comienzos de julio, las tropas de Paul Kagame entraban en Kigali, capital del dolor en la tragedia ruandesa, y las últimas riadas de refugiados hutus cruzaban la fron­tera zaireña con los restos del ejército genocida.
Ochocientos mil tutsis y hutus moderados habían sido asesinados en apenas cuatro meses. El horror en los Grandes Lagos de la Sangre se unía a la vergüenza de Bélgica y de Francia.
Pero la guerra no había terminado. Poco después, comenzaría un nue­vo conflicto en el Zaire de Mobutu, donde los Interahamwe habían encontrado cobijo, escudados tras los refugiados hutus escapados de sus tierras. Los tutsis iban a vengarse.
ACTUALIDAD
La actualidad está marcada por los numerosos grupos armados que se mueven a sus anchas por todo el país. Cada uno con un objetivo, o no. Hay grupos de guerreros que no saben hacer otra cosa que guerrear y luchan en un bando o en el contrario según les convenga.
El hijo de Laurent Kabila, Joseph Kabila es el actual presidente de la República. Elegido por dos veces en sendas elecciones salpicadas por las quejas por posibles irregularidades en su ejecución. Las últimas se llevaron a cabo el 28 de Noviembre y la victoria no fue tan clara esta vez. Kabila ganó por poco margen a su principal rival Tshesekedi, quien, tras los comicios, intentó iniciar una revuelta generalizada ante lo que él cree que fue un fraude electoral, siendo arrestado, junto a multitud de sus seguidores por las fuerzas de Kabila.